ESOS DÍAS A FINALES DE AQUEL AÑO
A mis pastillas yo les pedía. A una que mantuviese lo bueno que había en mí, a otra que erradicase lo malo, y a la tercera que desenredase esa maraña inquieta en que se había convertido mi mente. Cuando las pasaba del pastillero a la palma de mi mano, no podía evitar esa mirada de autocompasión con que algunos santos de la pintura observan sus propias heridas, con esa extraña mirada desfasada y todopoderosa con que contemplan desde arriba su propio cuerpo agostado.
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